Liberación

por Antonio

   La tierra tembló, y el viento helado del amanecer se transformó en un soplo ardiente, cuando la espantosa bestia salió de la cueva. El Héroe esperaba en el centro mismo de la explanada, el escudo bien sujeto en el brazo izquierdo y la lanza preparada.

     —Saludos, Héroe —dijo la boca descomunal.— Tu osadía despierta mi admiración. Sabes que soy la criatura más vieja, sabia y poderosa del mundo, y aun así vienes a buscarme. Sabes que en el fondo de mi cueva amontono los huesos de muchos que intentaron lo que tú intentas ahora. Sabes, además, que puedo leer en tus ojos color de acero.

   Sí, lo sabía. Y que sus ojos decían «miedo», y también «destino». Que contaban, transparentes, los últimos siete años de su vida: el primer enfrentamiento, ya lejano, el único que fue producto de la voluntad y del amor; los pocos meses de paz junto a la Amada rescatada; los mensajes que llegaban con breves intervalos, los combates sucesivos; el miedo y el valor, el dolor y la suerte…

   —El cansancio me ha invadido también a mí —continuó.— Vete, Héroe, y vive en paz. Regresa a la aldea y di que no volveré a atacar sus chozas, ni a incendiar las cosechas. Diles que pronto partiré hacia una isla lejana para morir allí. Lo creerán. Y podrán repartirse estas tierras.

   Se acercó, para que el Héroe pudiera leer también en sus ojos amarillos y turbios durante un instante infinito. Luego se dirigió despacio a su guarida. Volvió el frío.

   Los aldeanos no se conformaban con la paz, querían venganza. Las piedras que le arrojaron traían al Héroe el dulce alivio tanto tiempo deseado. «Cobarde» sonó en sus oídos a liberación.

   —Así que era una hembra —dijo la Amada.

   —Sí. La madre de todos los dragones que maté —respondió el Amado.